martes, 11 de junio de 2013

Artículo de Santiago Alba

Santiago Alba Rico, escritor y filósofo, colaborador en varios medios de comunicación alternativos publica el siguiente artículo:


“Terrorismo gallego” y educación juvenil


El organigrama es el siguiente. En la zona central tenemos toda una serie de instancias vinculadas mediante lazos de continuidad y colaboración recíproca: una policía financiada largamente con los impuestos de los ciudadanos, unos tribunales de justicia de dudosa independencia guiados por el anti-jurídico principio de analogía; una clase política, remunerada por bancos y multinacionales, que escenifica conflictos superficiales pero que comparte una ”política de Estado” en dos o tres cuestiones centrales; unos medios de comunicación, en fin, ocupados de la propaganda del sistema, de su legitimación pública y de la criminalización de los descontentos o disidentes. Por encima de este tronco central, brazo ejecutivo de la “organización”, encontramos en la cúpula al capo o jefe del Estado, sucesor de un dictador golpista, y a una serie de instituciones financieras internacionales y gobiernos extranjeros que fijan los márgenes de maniobra, las estrategias y los discursos. Por debajo, en la base, el consentimiento pasivo de una población “colaboracionista”, víctima de la crisis y de la televisión, garantiza la recepción sin resistencia de prácticas violentas y discursos manipuladores.

Bueno, alguien podría decir con razón que este organigrama es demagógico y simplificador. Lo es un poco, sí. Las relaciones entre todas estas instancias son menos “orgánicas” de lo que este esquema indica; en todos los niveles hay conflictos reales o intereses encontrados; y desde luego, si el consentimiento pasivo en la base es innegable, también lo es un creciente potencial de resistencia. Pero lo que nadie puede negar es que, frente a esa potencial resistencia, es mucho más simplificador y demagógico, mucho más “performativo”, el esquema de intervención del Estado, de sus aparatos y de sus medios de comunicación ancilares. Durante 35 años, durante la llamada transición, interminable y toujours recomencée (como el mar de Paul Valery), ha funcionado una poderosísima industria de la fabricación y criminalización del enemigo, particularmente en el País Vasco, donde el nacionalismo -en todas sus manifestaciones- sirvió de pretexto para perseguir en los aledaños (el “entorno”) a toda clase de desobedientes. La “cuestión nacionalista” o, lo que es lo mismo, el “nacionalismo español” ha alimentado y justificado la intervención coordinada -policial, jurídica y propagandística- contra las demandas sociales, económicas y nacionales, allí donde surgieran, de más democracia y más autodeterminación. El fracaso evidente del modelo y el aumento de las movilizaciones, ha extendido a todo el territorio del Estado y a todos los nichos de resistencia un esquema de criminalización preventiva que antes se aplicaba casi exclusivamente en el País Vasco. Con la diferencia de que, fuera del País Vasco, la ausencia de una verdadera base social y de instrumentos mediáticos y militantes de visibilización, vuelve a las víctimas mucho más vulnerables.

Esto es lo que ha pasado y está pasando con la fabricación del “terrorismo gallego”, una operación casi mágica -pues con varita de mando pretende transformar a jóvenes rebeldes en monstruos amenazadores y a organizaciones existentes o no en clones locales de Al-Qaeda- que comenzó en 2005 con la detención, y posterior liberación, de 11 militantes de la organización legal Asamblea da Mocidade Independentista. Hace casi nueve meses, una nueva vuelta de tuerca llevó a la cárcel a Carlos Calvo, que se encuentra en situación de prisión preventiva en Topas, sin fecha para juicio. La negra sombra se proyecta también sobre otras 9 personas. De ellas, Eduardo V.D, Roberto R. F, Antón S. P y María O. L, se sentarán el próximo 24 de junio en el banquillo. Conozco superficialmente a algunos de los acusados, pero sobre todo he colaborado con frecuencia en Novas da Galiza, la excelente revista de la izquierda galega en la que participaban algunos de ellos, lo que sin duda me convierte también en sospechoso. Los jóvenes militantes independentistas defienden proyectos, difunden publicaciones, organizan encuentros, se reúnen para debatir; y para poder subvenir a sus modestos gastos venden Galicola, camisetas, chapas. Imagino que además algunos de ellos hacían deporte -me consta que al menos uno participaba en maratones populares- y probablemente alguno de ellos fumaba. Nada de esto está prohibido, salvo que se pertenezca a una “organización criminal”. El procedimiento es tan sencillo como infalible. Porque pertenecer a una “organización criminal” es en sí mismo un delito, pero a su vez ese delito convierte en delito -o al menos en prueba- cualquier práctica cotidiana, por inocente que sea. Los imputados son acusados de pertenecer a Resistencia Galega, cuya existencia no puede ser demostrada, y esa pertenencia indemostrable convierte cada uno de sus gestos en demostración de pertenencia. El silogismo es el siguiente: si X pertenece a Resistencia Galega (cuya existencia no está probada) entonces su colaboración en Novas de Galiza es una forma de apología del terrorismo, la venta de Galicola es financiación de terrorismo, su afición al deporte es entrenamiento militar para el terrorismo y su afición al tabaco -por su relación con el humo- uso virtual de pólvora con fines terroristas.  La pertenencia a una organización cuya existencia no puede probarse convierte todos los gestos de X en una prueba de la existencia de esa organización. En una práctica de contaminación metafísica que recuerda al argumento ontológico de San Anselmo, basta inventarse una “instancia ideal” para que a partir de ese momento todo fenómeno concreto demuestre su existencia real. Esa “contaminación metafísica”, llamada “principio de analogía” o “derecho penal del enemigo”, ha sido utilizada por todas las dictaduras. Por eso mismo es incompatible con el Estado de Derecho y la democracia que dicen estar defendiendo quienes la aplican. Y por eso todos los ciudadanos deberíamos denunciarla, conscientes de que nadie está exento, llegado el caso, de su aplicación. Aún más: a medida que aumente el legítimo descontento social y las movilizaciones (como ya hemos visto recientemente en Madrid) más rutinaria y más feroz, más extensiva, se volverá la criminalización preventiva. Todos, y muy especialmente los jóvenes, deben ser “educados” para dejar pasar -pase, pase- a los bancos, la troika, la iglesia, los recortes, las contrarreformas económicas, las limitaciones a la libertad. De la educación se ocupaban antes, sobre todo, los medios de comunicación y los supermercados. Ya no basta. Ahora esa misión pedagógica queda en manos de los jueces y la policía.

Carlos Calvo y otros son la lección que todos los desobedientes y descontentos debemos aprender. No la aprendamos: solidaricémonos -al contrario- con ellos.


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